Autobibliografía es una sección que trata sobre los libros que han tenido alguna función formativa para mí. De una forma u otra han sido libros de importancia. 

El Ciclo Barroco: Enseñando con novelas

Autor: Neal Stephenson

Si hay un libro con el que yo parezca predicador evangélico, es este.

Este libro (tres libros, para ser exactos) son una lectura monumental, entretenida y muy provechosa. Está dividido en tres volúmenes:

  1. Quicksilver (Azogue)
  2. The Confusion (La confusión)
  3. The System of the World (el sistema del mundo)

Urde una serie de historias a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, iniciándose en lo que se supone eran los prolegómenos del fin del mundo del año 1666 , en Inglaterra, y trata de temas tan diversos como la formación de la Royal Society, la esclavitud, la pugna entre Leibnitz y Newton por la invención del cálculo, las disputas dinásticas en Inglaterra y Alemania, el triunfo del comercio y un larguísimo etcétera, además de incorporar episodios de novela picaresca, de amor, humor, y mucha, mucha enseñanza, hasta el punto de convertirlo en una suerte de enciclopedia en desorden.

Los lugares, personajes y familias son los antecedentes de los protagonistas de la excelente novela Cryptonomicon, obviamente del mismo autor. Está Enoch Root. Están también los Waterhouse (muchos), los Shaftoe con su infaltable carga de situaciones fuera de lo normal, los Von Hackleheber, y otras apariciones menores; y por supuesto, la maravillosa tierra imaginaria  de Qwlghwm, desarrollada en jocoso detalle.

El libro es un paseo por el mundo: desde los barrios pobres de Londres hasta Boston, India, África y por supuesto, Qwlghwm. Tiene mucho de geografía —real y ficticia— y de historia —casi toda real.

Los diálogos del libro son una delicia, sobre todo del personaje Enoch Root.

Adicionalmente, el libro contiene una serie de reflexiones sobre la ciencia, su desarrollo, y los callejones sin salida con los que se ha encontrado.

Circunstancias del libro

Neal Stephenson —el autor— está teñido de regalo para mí. Conocí al autor gracias a Ted Witt, quien me regaló Snowcrash y me prestó The Diamond Age. Posteriormente, Ethan Zuckerman me regaló Cryptonomicon; y si bien este Ciclo Barroco llegó a mí primeramente en formato electrónico, fue Margarita Valdés quien me lo regaló en forma física: ciertamente no el menor de sus muchos regalos. Este libro coincidió con una época de largos viajes en transporte colectivo, por lo que disponer de tanta y tan buena lectura fue bueno para pasar el viaje y para disponer de tiempo para leer tranquilo. Posteriormente, la información contenida en el libro ha servido en las más dispares ocasiones.

Por ejemplo, durante un viaje llegué al Cerro Rico de Potosí, que por el hecho de no ser ya tan rico, me trajo a la memoria el episodio en que Leibnitz lleva a Elisa y a Jack a conocer las minas de plata del Harz, que precisamente estaban en una situación desfavorable en lo comercial porque España estaba inundando al mundo —a fines del siglo XVII— con la plata del Cerro Rico. Pues bien, el Cerro Rico ya no es rico, y ahora el mineral de plata se explota en forma análoga a como se explotan las minas del Harz en el libro, sabiendo aprovechar minerales de baja ley. Interesante ciclo, que une lo semiimaginario con lo real, e interesante episodio, que entrega datos desde la novela para aplicar en el entendimiento de lo real.

Uniendo, por otro lado,  lo imaginario con lo imaginario, el extraño episodio de Jack en las mismas montañas del Harz durante la Walpurgisnacht, lo encontré prefigurado años después leyendo Fausto, de Goethe, en la ascensión de Fausto y Mefistófeles a las montañas esa misma noche.

La fijación del autor con las espadas me ha dado contenido para sostener conversaciones con practicantes de Iaido y disciplinas asociadas, y el episodio de Gabriel Dengo en El Cairo nunca falla en provocar risas.

Citas

Diálogo de Enoch Root con Ben Franklin.

Enoch Root anda cerca de Boston buscando a Daniel Waterhouse. En el camino se encuentra con un chico precoz de nombre Benjamin Franklin. Este es su diálogo.

—¿Ha venido de Europa?

Había tenido la sensación de que alguien le seguía, pero no ve nada al mirar atrás. Ahora sabe por qué: su doble es un muchacho, que se mueve como una gota de azogue imposible de atrapar con el pulgar. Unos diez años, supone Enoch. En ese momento el muchacho piensa en sonreír y sus labios se abren. Sus encías soportan una fila de dientes adultos que se abren paso entre huecos rosados, y los caducos se agitan colgados de un hilillo de carne como si fuesen los carteles de una taberna. Tiene más bien ocho. Pero el bacalao y el maíz le han vuelto grande para su edad —al menos según los estándares de Londres—. Y es precoz en todos los aspectos excepto en las habilidades sociales.

Enoch podría responder: «Sí, vengo de Europa, donde un niño sé dirige a un hombre mayor como “señor”, si tiene la desfachatez de hablarle.» Pero no puede dejar de mencionar la extraña nomenclatura.

—¿Europa —repite— es como la llamáis aquí? Allí la mayor parte de la gente dice «Cristiandad».

—Pero aquí hay cristianos.

—Así que me dices que esto es la Cristiandad —dice Enoch—, pero para ti es evidente que he venido de otra parte. Quizás Europa sea después de todo un término mejor ahora que lo mencionas. Mm.

—¿Cómo la llama otra gente?

—¿Te parezco un maestro?

—No, pero habla como si lo fuese.

—Sabes algo sobre profesores, ¿eh?

—Sí, señor —dice el muchacho, vacilando un poco al sentir que las mandíbulas de la trampa se acercan a su pierna.

—Pero aquí estamos en pleno lunes…

—La escuela estaba vacía por el ahorcamiento. No quise quedarme y…

—¿Y qué?

—Adelantarme a los demás más de lo que lo estoy ya.

—Si estás por delante, lo correcto sería acostumbrarse… no convertirte en un imbécil. Vamos, debes estar en la escuela.

—La escuela es donde aprendes —dice el chico—. Si tiene la amabilidad de responder a mi pregunta, señor, entonces estaría aprendiendo algo y por tanto sería como si estuviese en la escuela.

El chico es claramente un peligro. Así que Enoch decide aceptar la propuesta.

—Puedes dirigirte a mí como señor Root ¿Y tú eres…?

—Ben. Hijo de Josiah. El cerero. ¿De qué se ríe, señor Root?

—Porque en la mayor parte de la Cristiandad, o Europa, los hijos de los cereros no van a la escuela. Es una característica de… tu gente. —Enoch casi deja escapar la palabra «puritanos». En Inglaterra, donde los puritanos son un recuerdo de una era ya pasada, o en el peor de los casos un incordio en las esquinas, el término sirve bien a su función de satirizar a los salvajes de la Bahía Colonial de Massachusetts. Pero como le recuerdan continuamente aquí, la verdad es mucho más compleja. En una cafetería de Londres uno puede hablar mal del Islam y los musulmanes, pero en El Cairo es mejor evitar esos términos. Aquí Enoch se encuentra en El Cairo de los puritanos—. Responderé a tu pregunta —dice Enoch antes de que Ben pueda tirar más de la cuerda—. ¿Cómo llama la gente de otros sitios al lugar del que vengo? Bien, el Islam, una civilización mayor, mucho más rica y en muchos aspectos más sofisticada que bordea la Europa cristiana al este y al sur, divide el mundo entero en tres partes: su parte, que ellos llaman dar al-Islam la parte con la que mantienen una relación de amistad, que es el dar as-sulh, o Casa de la Paz; y todo lo demás, que es la dar al-barb, o Casa de Guerra. Este último, lamento decirlo, es un nombre mucho más adecuado que Cristiandad para la parte del mundo donde viven la mayoría de los cristianos.

—Sé de la guerra —dice Ben con calma—. Está terminando. En Utrecht se ha firmado una paz. Francia se queda con España. Austria obtiene los Países Bajos españoles. Nosotros obtenemos Gibraltar, Newfoundland, St. Kitts, y… —bajando la voz—… el tráfico de esclavos.

—Sí… el Asiento.

—¡Calle! Aquí hay algunos que se oponen, señor, y son peligrosos.

—¿Aquí hay ladradores?

—Sí, señor.

Ahora Enoch examina con atención la cara del muchacho, porque el hombre al que busca es una especie de ladrador y sería útil saber cómo los consideran aquí sus hermanos menos maníacos. Ben parece cauteloso más que despectivo.

—Pero sólo hablas de una guerra…

—La Guerra de Sucesión Española —dice Ben—, cuya causa fue la muerte en Madrid del rey Carlos el Hechizado.

—Yo diría que la muerte de ese hombre desdichado fue el pretexto, no la causa —dice Enoch—. La Guerra de Sucesión Española fue en realidad la segunda, y rezo porque la última, parte de una guerra mayor que comenzó hace un cuarto de siglo, en la época de la…

—¡La Revolución Gloriosa!

—Como la llaman algunos. Has atendido a tus lecciones, Ben, y te felicito por ello. Quizá sepas que en esa revolución al rey de Inglaterra, un católico, se le envió al exilio y fue reemplazado por un rey y reina protestantes.

—¡Guillermo y María!

—Exacto. ¿Pero se te ha ocurrido preguntarte por qué los protestantes y los católicos estaban en guerra?

—En nuestros estudios a menudo hablamos de guerras entre protestantes.

—Ah, sí… un fenómeno limitado a Inglaterra. Eso es natural, porque tus padres vinieron aquí a causa de un conflicto así.

—La Guerra Civil —dice Ben.

—Tu bando ganó la Guerra Civil —le recuerda Enoch—, pero más tarde llegó la Restauración, que fue una dolorosa derrota para tu gente, y la hizo huir aquí.

—Ha dado en el clavo, señor Root —dice Ben—, porque precisamente por eso mi padre Josiah abandonó Inglaterra.

—¿Qué hay de tu madre?

—Nació en Nantucket, señor. Pero su padre vino aquí para huir de un obispo malvado… un tipo vulgar según he oído….

—Finalmente, Ben, he dado con un límite a tus conocimientos. Hablas del arzobispo Laud, un terrible opresor de los puritanos, como algunos llamaban a tu gente, bajo el reinado de Carlos I. Los puritanos le devolvieron el favor cortándole la cabeza al mismo Carlos en Charing Cross, en el año del señor mil seiscientos cuarenta y nueve.

—Cromwell —dice Ben.

—Cromwell. Sí. Tuvo algo que ver. Bien, Ben. Llevamos junto a este riachuelo un buen rato. Empiezo a tener frío. Mi caballo está inquieto. Hemos encontrado, digamos, el punto donde tu erudición deja paso a la ignorancia. Estaré encantado de cumplir mi parte del acuerdo, es decir, enseñarte cosas, de forma que cuando esta noche regreses a casa puedas afirmar frente a Josiah que estuviste todo el día en el colegio. Aunque es posible que el maestro ofrezca una versión que entre en conflicto con la tuya. Sin embargo, a cambio requiero cierto pequeño servicio.

—No tiene más que expresarlo, señor Root,

—He venido a Boston para encontrar a cierto hombre que según me informaron vive aquí. Es un hombre mayor.

—¿Mayor que usted?

—No, pero puede que parezca todavía más mayor.

—Entonces, ¿qué edad tiene ese hombre?

—Vio cómo le cortaban la cabeza al rey Carlos I.

—Entonces al menos tres veintenas más cuatro.

—Ah, veo que has estado aprendiendo a sumar y restar.

—Y multiplicar y dividir, señor Root.

—Encaja este detalle en tus razonamientos: el hombre del que hablo tuvo una visión excelente de la decapitación porque estaba sentado sobre los hombros de su padre.

—Entonces no podría tener más que unos cuantos años. A menos que su padre fuese un hombre ciertamente resistente.

—En cierto sentido, su padre era resistente —dice Enoch—, porque el arzobispo Laud hizo que le cortasen las orejas y la nariz en la Star Chamber un par de décadas atrás, y sin embargo no se rindió, y siguió su campaña contra el rey. Contra todos los reyes.

—Era un ladrador. —Una vez más, la palabra no viene acompañada, en el rostro de Ben, por el desdén. Es sorprendente lo diferente que es este lugar de Londres.

—Pero para responder a tu pregunta, Ben: Drake no era un hombre especialmente grande o fuerte.

—Así que el hijo en sus hombros era pequeño. Ahora debería tener, quizá, unas tres veintenas más ocho. Pero no conozco aquí a ningún señor Drake.

—Drake era el nombre bautismal de su padre.

—En ese caso, ¿cuál era el apellido de la familia?

—No voy a decírtelo ahora —dice Enoch. Porque el hombre que desea encontrar puede que no tenga muy buena fama entre esta gente… por lo que Enoch sabe, es posible incluso que le hayan colgado en el asentamiento de Boston.

—¿Cómo podría ayudarle a encontrarlo, señor, si no me dice su nombre?

—Guiándome al trasbordador de Charleston —dice Enoch—, porque sé que pasa sus días en la orilla norte del río Charles.

—Sígame —dice Ben—, pero espero que tenga plata.

—Oh sí, tengo plata —dice Enoch.

Eliza hace acabar a Jack después de muchos años de total abstinencia.

Jack Shaftoe está imposibilitado para una serie de actividades sexuales por un chancro sifilítico mal —léase excesivamente— cauterizado. Eliza tiene el conocimiento para aliviarlo.

—¿Qué andas buscando? —murmuró Jack débilmente—. Mi vejiga está justo a la izquierda.

—Intento localizar cierto chakra… debería andar por aquí…

—¿Qué es un chakra?

—Lo sabrás cuando lo encuentre.

Un poco después, así lo hizo, y el procedimiento ganó en intensidad, cuando menos. Suspendido entre las dos manos de Eliza, como una balanza en el mercado, Jack podía sentir como su punto de equilibrio se modificaba a medida que ciertas cantidades de fluido se desplazaban entre contenedores internos, todo en preparación para un Suceso.

Finalmente, la crisis; las piernas de Jack se agitaron en el agua caliente como si su cuerpo intentase huir, pero estaba atravesado, empalado. Una burbuja de luz numinosa, como si el sol confundido intentase elevarse dentro de su cabeza. Se ejecutó algún tipo de Apocalipsis hindú. Murió, fue al infierno, ascendió a los cielos, se reencarnó como diversas bestias rebuznantes, chillonas y aulladoras, y repitió el ciclo muchas veces. Al final quedó reencarnado, apenas, como hombre. Y uno que además no estaba muy despierto.

—¿Obtuviste lo que querías? —preguntó Eliza. Muy cerca de él.

Durante un rato, Jack rió o lloró sin emitir sonido.

—En algunas de esas extrañas ciudades góticas alemanas —dijo al fin—, tienen relojes antiguos que son tan grandes como casas, cerrados la mayor parte del tiempo, con una puertecita por la que cada hora sale un cuco para cantar. Pero una vez al día, el reloj hace algo especial, con muchas más puertas, y una vez por semana, algo todavía más especial, y, por lo que sé, cada año, década y siglo, filas de grandes puertas, selladas por el polvo y el tiempo, se abren crujiendo, guiadas por el repentino descenso de antiguos pesos y cadenas oxidadas, y todo el mecanismo interno surge por esas aberturas. Máquinas hasta entonces invisibles se ponen en marcha, cosas extrañas y sorprendentes salen volando, se agitan banderas, cantan pájaros mecánicos, con la antigua mierda de paloma y las telas de arañas lloviendo sobre las cabezas de los espectadores. La muerte sale y baila un fandango. Los ángeles soplan las trompetas. Jesús se agita en la cruz y muere. Se ejecuta una falsa batalla naval con repetidas descargas de los cañones… y ahora por favor ¿podrías sacarme el brazo del culo?

—Hace tiempo que lo saqué… ¡casi me lo rompes! —dijo retirando el trozo anudado de tripa de oveja como una dama elegante quitándose un guante de seda.

—¿Así que esta condición es permanente?

—Deja de lloriquear. Hace unos momentos, Jack, a menos que mis ojos me engañasen, observé una cantidad asombrosamente grande de bilis amarilla partiendo de tu cuerpo y flotando corriente abajo.

—¿De qué hablas? No vomité.

—Piensa, Jack.

—Oh… ésa. Yo no diría que es amarilla, sino de un blanco perlífero desvaído. Aunque han pasado años desde que la vi por última vez. Quizá con el paso del tiempo haya amarilleado, como el queso. ¡Muy bien! Digamos que era amarilla.

—¿Sabes a qué humor corresponde la bilis amarilla, Jack?

—¿Qué soy, médico?

—Es el humor de la furia y el mal humor. Cargabas con una buena cantidad.

—¿Yo? Es una suerte que no permitiese que me afectase al comportamiento.

—En realidad, esperaba que cambiases de opinión con respecto al hilo y la aguja.

—Oh, ¿eso? Nunca me opuse. Considéralo hecho, Eliza.

Diálogo de Enoch Root y Jack sobre las mujeres.

Enoch Root y Jack Shaftoe conversan después de que Jack apareciera súbitamente en una cverna, semidesnudo y armado con una espada, totalmente fosforecente. Es natural que la gente se sobresaltara.

—Lo realmente magnífico de esa entrada, Jack, es que, hasta el momento en que te alzaste del charco todo cubierto en fósforo, eras invisible… simplemente pareció que te materializabas, con el arma en la mano, con esa gorra de enano, aullando en una lengua que nadie comprendía. ¿Has considerado una carrera en el teatro?

Jack todavía estaba demasiado confundido para calibrar el comentario.

—¿Quién o qué eran esos…?

—Personas ricas que hasta hace sólo un momento pensaban comprar Kuxen al doctor Leibniz.

—Pero… ¿su apariencia extraña e insólita…?

—La última moda de París.

—Eliza parecía angustiada.

—Estaba interrogando al Doctor… exigiendo saber qué relación tenía este truco de magia, como lo llamaba, con la viabilidad de la mina.

—Pero ¿por qué molestarse en extraer plata cuando las paredes de esta caverna están cubiertas de diamantes?

—Cuarzo.

—En cualquier caso, ¿qué es la sustancia brillante y ya que estamos, qué relación tiene con la mina?

—Fósforo, y nada. Venga, Jack, vamos a quitarte esa ropa mojada antes de que estalles en llamas. —Enoch guió a Jack por un pasadizo lateral. Por el camino pasaron junto a una gran máquina que emitía un estampido y un sonido de absorción a medida que sacaba agua de la mina. Allí Enoch convenció a Jack de que se quitase la ropa y se bañase.

Enoch dijo:

—Imagino que esta historia jamás se contará con el mismo tono de admiración que la loma de la Mansión de la Plaga en Estrasburgo o el Festín de Carpas de Bohemia.

—¿¡Qué!? ¿Cómo sabe de esas cosas?

—Viajo. Hablo con los vagabundos. Los rumores corren. Quizá te resulte interesante saber que tus gestas han sido compiladas en una novela picaresca intitulada l’Emmerdeur, que ya ha sido quemada en París y pirateada en Amsterdam.

—¡Que me maten! —Por primera vez Jack empezó a considerar que el trato amable que Enoch le dispensaba podría ser bienintencionado, y no una forma extremadamente sutil de burla. Enoch abrió con el hombro una puerta de seis pulgadas de grueso y llevó a Jack a una cripta sin ventanas; una sala abovedada con una mesa enorme en el medio, velas, una estufa, que resultaba tener exactamente el aspecto de un lugar habitado por enanos. Se sentaron y empezaron a fumar y a beber. Con el tiempo el Doctor se les unió. Lejos de sentirse ultrajado, parecía aliviado, como si de todas formas jamás hubiese deseado entrar en el negocio minero. Enoch le dirigió al Doctor una mirada cargada de sentido, que Jack estaba bastante seguro que significaba Te advertí que no implicases a vagabundos, y el Doctor asintió.

—¿Qué hacen los, eh, inversores? —preguntó Jack.

—Están arriba a la luz del sol… las mujeres intentando superarse las unas a las otras en desmayos, y los hombres enzarzados en una erudita disputa sobre si fuimos atacados por un enano enfurecido que quería alejarnos de su tesoro o por un demonio del Infierno que quería capturarnos.

—¿Y Eliza? Asumo que nada de desmayos.

—Está demasiado ocupaba recibiendo las lisonjas y credenciales de los otros, que están demasiado pasmados por su perspicacia.

—Ah, entonces es posible que no me mate.

—Todo lo contrario, Jack, la muchacha está sonrojada, radiante, y no en el sentido de estar cubierta de fósforo.

—¿Por qué?

—Porque, Jack, te ofreciste para ir al tormento eterno en su lugar. Ése es el mínimo absoluto (a menos que esté confundido) que cualquier mujer exige de su hombre.

—Así que eso es lo que todas ellas buscan —reflexionó Jack.

Eliza usó la espalda para abrir la puerta, porque tenía los brazos ocupados sosteniendo un montón de cartas de presentación, tarjetas de visita, vales de cambio, fragmentos con direcciones garabateadas y pequeños monederos repletos de monedas variadas.

—Te echamos de menos, Jack —dijo—, ¿dónde has estado?

—Haciendo un recado, conociendo a la gente del pueblo, participando en sus ricas tradiciones —dijo Jack—. ¿Ahora podemos irnos de Alemania, por favor?