Maillard es mi pastor, todo se me ha de dorar

La Rebelión de Atlas, de Ayn Rand

Citas

Dagny busca al misterioso autor del motor que puede funcionar sacando electricidad del aire, y siguiendo diversos caminos, llega a una fuente de soda en un camino de montaña.

El restaurante se encontraba al final de una larga y difícil pendiente. Sus paredes de cristal ponían un detalle de esplendor en aquel paisaje de rocas y de pinos, que descendía en quebradas y barrancos hacia poniente. Abajo todo estaba muy obscuro, pero una suave y etérea claridad seguía iluminando la casita como estanque dejado atrás por la marea en retirada.

Dagny se sentó al extremo del mostrador pidiendo un bocadillo de hamburguesa. Era la comida mejor condimentada que hubiera probado jamás.

Sus ingredientes, aunque muy simples, estaban tratados con habilidad extraordinaria. Dos obreros terminaban de comer; esperó a que se marcharan.

Entretanto, estudió al hombre situado detrás del mostrador. Era alto y esbelto, y tenía un aire de distinción que parecía originado en un antiguo castillo o en el despacho interno de algún Banco. Pero su cualidad peculiar residía en el hecho de que aquella distinción pareciese apropiada incluso allí, detrás del mostrador de un restaurante del camino.

Llevaba su chaqueta blanca de cocinero con la elegancia de un smoking. Había en su modo de trabajar cierta competencia de experto. Sus movimientos eran fáciles e inteligentes como si supiera economizar sus fuerzas. Tenía la cara flaca y el cabello gris, a tono con el frío azul de sus ojos. Por encima de su aspecto de afable mesura campeaba una nota de humor, pero tan débil que se desvanecía cuando alguien trataba de fijarse en ella.

Los dos obreros terminaron de comer, pagaron y se marcharon, dejando diez centavos de propina. Observó a aquel hombre mientras retiraba los platos, se metía las monedas en el bolsillo y limpiaba el mostrador, todo ello con un aire de rapidez y precisión muy peculiares. Luego se volvió y la miró. Tratábase de una mirada impersonal que no invitaba a la conversación; pero Dagny estuvo segura de que había notado su vestido neoyorquino, sus zapatos de tacón alto y su aire de mujer que no solía perder el tiempo.

Sus ojos fríos y observadores parecían comunicarle que se había dado cuenta que no pertenecía a aquel lugar y que esperaba descubrir los propósitos que la llevaron al mismo.

—¿Qué tal los negocios? —preguntó Dagny.

—Muy mal. La semana que viene cerrarán la fundición Lennox y yo tendré que hacer lo propio y marcharme de aquí —respondió con voz clara y afable.

—¿Adonde piensa ir?

—No lo he decidido todavía.

—¿No tiene ningún proyecto en perspectiva?

—No lo sé. He pensado abrir un garaje; siempre se encuentra un lugar adecuado en la

ciudad.

—»Oh, no! Es usted demasiado diestro en su trabajo para cambiarlo por otro. No sabría

trabajar en una cosa distinta.

La extraña y fina sonrisa movió la curva de sus labios.

—¿No? —preguntó cortés.

—¡No! ¿Le gustaría trasladarse a Nueva York? —La miró sorprendido—. Le hablo en serio. Puedo ofrecerle trabajo en una gran compañía ferroviaria como encargado del departamento de coches-restaurante.

—¿Me permite preguntarle qué la induce a ello?

Le mostró el bocadillo envuelto en su servilleta de papel blanco.

—Ésta es una de las razones.

—Gracias. ¿Y las demás?

—Creo que no ha vivido usted en una gran ciudad o de lo contrario se habría enterado de lo difícil que es encontrar a un hombre competente para una tarea determinada.

—Sé un poco de todo eso.

—Bien. Entonces, ¿qué opina? ¿Le gustaría trabajar en Nueva York con un sueldo de diez mil dólares al año?

—No.

Dagny se había dejado llevar por la alegría de poder recompensar a un hombre realmente capaz. Al oír su respuesta lo miró en silencio, perpleja.

—No creo que me haya comprendido.

—Sí. La he comprendido perfectamente.

—¿Y rehúsa una oportunidad así?

—Sí.

—Pero, ¿por qué?

—Se trata de un asunto personal.

—¿Por qué ha de trabajar en esto, si se le ofrece una actividad mejor?

—Es que yo no busco tal clase de actividad.

—¿No quiere prosperar y hacer dinero?

—No. ¿Por qué insiste?

—Porque no me gusta ver cómo se desperdician tan excelentes cualidades.

—Lo mismo me ocurre a mí —dijo él lentamente, con intención.

Algo en su manera de hablar hizo sentir a Dagny cierta emoción que ambos compartían de una manera extraña, y que quebrantaba la disciplina según la cual se había prohibido pedir auxilio a nadie.

—¡Estoy harta! —exclamó con voz que la asombró a sí misma y que era como un grito involuntario—. Siento verdadero anhelo por ver a alguien con verdadera habilidad para cumplir lo que está realizando.

Se presionó los ojos con el dorso de la mano, tratando de contener el estallido de una desesperación que no se había permitido admitir. No comprendió el alcance del mismo ni la poca resistencia que aquella intensa búsqueda le había dejado.

—Lo siento —dijo él en voz baja; no como si pidiera perdón, sino como si se sintiera compadecido.

Dagny lo miró. Sonreía como si quisiera hacerle comprender que con aquella sonrisa pretendía quebrantar el lazo que los había unido y que él también sintió. Había en su expresión cierta traza de burla cortés.

—No creo que haya recorrido toda esta distancia desde Nueva York sólo para buscar cocineros en las Montañas Rocosas.

—No. He venido por otra razón. —Se inclinó hacia delante, con ambos antebrazos firmemente apoyados sobre el mostrador, sintiéndose tranquila y otra vez en perfecto dominio de si misma, cual si comprendiera que se hallaba ante un adversario peligroso—.

¿Conoció usted hace unos diez años a cierto joven ingeniero que trabajaba para la «Twentieth Century Motor Company»?

Contó los segundos de aquella larga pausa. No podía definir el modo en que él la miraba, excepto en el sentido de que le estaba dispensando una atención muy especial.

—Sí. Le conocí —repuso.

—¿Podría facilitarme su nombre y dirección?

—¿Para qué?

—Es necesario que lo encuentre.

—¿A ese hombre? ¿Qué importancia tiene?

—Para mí es la persona más importante del mundo.

—¿De veras? ¿Por qué motivo?

—¿Sabía usted algo de su trabajo?

—Sí.

—¿Se enteró de que estaba desarrollando una idea de consecuencias?

Él dejó transcurrir unos instantes.

—¿Puedo preguntar quién es usted?

—Dagny Taggart, vicepres…

—Miss Taggart, sé muy bien el cargo que ostenta. Hablaba con cierta deferencia impersonal, como si hubiera encontrado la respuesta a alguna pregunta interior de naturaleza especial y no se asombrara ya de nada.

—Entonces se habrá dado cuenta de que mi interés no es vano —dijo Dagny—. Me encuentro en situación de poder ofrecerle la oportunidad que anhela y estoy dispuesta a pagarle lo que pida.

—¿Puedo preguntar lo que ha despertado semejante interés?

—Su motor.

—¿Cómo ha podido usted enterarse de ello?

—Encontré restos del mismo en las ruinas de la fábrica «Twentieth Century», pero no bastantes como para reconstruirlo o averiguar cómo funcionaba. Sin embargo, comprendí que aquella invención puede salvar mi ferrocarril, al país y a la economía del mundo entero. No me pregunte qué rutas he seguido en mi intento de encontrar al inventor. No tiene importancia; ni siquiera mi vida y mi trabajo la tienen ahora. Nada es importante excepto encontrarlo. No me pregunte cómo he dado con usted. Su persona es el fin del camino. Dígame su nombre.

La había escuchado sin moverse, mirándola de frente, mientras su atención parecía irse apropiando de cada palabra y archivándola cuidadosamente, sin dejar entrever indicio alguno de su propósito. Durante largo rato permaneció inmóvil. Luego dijo:

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